El agua
golpeaba los cristales de la ventana. Miles de gotas galopando casi al mismo
ritmo, luchando por ser las primeras. Los suspiros de ella se entremezclaban
con el sonido de la lluvia. Él se removió en la cama y se encontró con esos
ojos que tanto anhelaba en sus sueños. Ella, sentada frente a él, pensando.
Pensando en todo y en nada, en mucho y en poco, en un presente, en un pasado y
en un futuro. Pero en todos sus pensamientos, él estaba incluido.
Él solía
llamarla la incertidumbre personificada. Su arma defensiva eran las palabras. Podría
escudarse en el enfado para que el hecho de apartarse de él fuera menos
doloroso.
Cada una de
las gotas de agua que corrían por la ventana, eran las lágrimas que ella había
derramado. Otro rayo de luz, tan
brillante como los ojos de ella, le recordó a él que no era quién para robarlo.
Se maravilló y se juró a sí mismo que jamás dejaría que en ella se volviera a
apagar ese rayo por culpa de su incertidumbre.
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