Y luego estaba ella. No se había retirado a tiempo y había caído en sus redes. Caminaba por las calles de la capital, tan solitarias como ella misma. Desde que su corazón no tuvo que esperar más, desde que se fue destrozado y magullado, sus sentimientos se habían escondido tras su propia sombra.
Ella sabía
que él andaba cerca, acechando cada paso que daba. Por primera vez desde
entonces, ella sonrió. Era una sonrisa sarcástica y sin sentimiento pero, al
fin y al cabo, era una sonrisa. Sin darse la
vuelta, ella sabía con exactitud cómo se sentía su antiguo amor. Solo y vacío.
Pero solo de verdad y no como ella. Porque no es lo mismo ser solitario que
estar solo. Porque no es lo mismo que te hayan partido el corazón a que el peso
de mil corazones partidos recaiga sobre tu conciencia.
Él daba
tumbos. Estaba perdido y desorientado. Avanzaba sin ver, corría sin levantar
los pies del suelo y se acercaba aún más a ella. Estaba atraído por la sombra
de sentimientos que ella arrastraba.
Entonces
ella empezó a sentir otra vez. Primero lástima, luego tristeza y finalmente… el
amor que había sentido, el que se había refugiado en un pequeño recoveco de su
particular corazón.
Él, casi
moribundo, la vio. Su resplandor le hizo darse cuenta de todo el daño que la
había hecho. Todo lo que
él la quería había sido proporcional al daño que la hacía. La debía de querer
una infinidad, porque la había hecho un daño infinito.
Al darse
cuenta de que sus caminos estaban a punto de volver a cruzarse, ella le dijo,
impidiendo que diera un paso más:
<<Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño>>,
Joaquín Sabina.
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