Aquí me
tienes. Escondida y aterrada. Justo donde querías. Me persigues como si fueras
el gato negro de la mala suerte que me acecha a cada paso. Eres parte de la sal que se queda en el
salero derramado sin sentido y eres la escalera infinita por la que paso debajo todos los días.
Aquí me
tienes. Sentada en un rincón apartado de la ciudad. Maldiciendo mi suerte.
Porque la mala suerte no me abandona, no desaparece. La mala suerte se queda a
vivir conmigo cada vez que vislumbro tu cara en las esquinas. No hay más mala suerte que recaer en ella una
y mil veces. Porque mi mala suerte es verte y volver a perderme, es olvidarte
para volver a recordarte y es temblar al rozarte en ese segundo eterno.
Entonces me
doy la vuelta y me doy cuenta de que no puedo culparte. Que la única
responsable de estos días negros quizás sea yo. Que la mala suerte sólo depende
de mí. Podría haber subido esa escalera que llevaba a la luna pero decidí pasar
por debajo; podría haber esquivado ese gato negro pero decidí seguir caminando y
cruzármelo; podría haber controlado mi pulso alocado para que mi mano
temblorosa no hubiera hecho caer ese maldito salero.
Al final
reconoces que la mala suerte no existe, que sólo existes tú, tu pasado y tus
decisiones. Que sólo depende de ti y de la actitud que adoptes, cómo sea el
día, si gris o de color, si monótono y aburrido o tomártelo como un desafío. Y
que claro que la mala suerte nos hace una visita de vez en cuando, pero lo
único que tienes que hacer es cambiarla y tachar el “mala” para sólo quedarte
con “suerte”.
<<La mala suerte no existe. Es algo que nos creemos, una escapatoria. En
realidad llamamos infortunio a la conjunción negativa de hechos que no hemos
sido capaces de prever>>, Chris Amon.
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