Se puede predecir el momento exacto en el que te enamoras:
Un delicado roce.
Una suave caricia.
Un cálido aliento.
Un despistado susurro.
Un desesperado abrazo.
Un peligroso beso.
El mundo se para cuando te intentas buscar a ti mismo en los ojos del otro y lo consigues, cuando encuentras emoción y fascinación en su mirada, cuando te provoca carcajadas improvisadas.
Y el mundo desaparece a tu alrededor cuando te fundes en ese abrazo infinito. Ese que, cuanto más fuerte y firme es, más seguro hace que te sientas. Sabes que le necesitas cuando sus brazos son los únicos que te protegen de la frialdad de la vida. Sabes que te hace falta para que todo vaya bien cuando es la persona en la que piensas mañana, tarde y noche, estés contento o triste, lo estés pasando bien o mal, te estés divirtiendo o aburriendo...
Y cuando llega la hora de irte, parece que el tiempo que has pasado con esa persona tan sólo haya sido unos segundos robados. Necesitas más tiempo; un tiempo que ya no vuelve.
Demasiado rápido para que fuera cierto.
El momento pasa en un abrir y cerrar de ojos. A la mañana siguiente, se te antoja como un sueño, como algo demasiado surrealista. Porque no estamos acostumbrados a querer de esa manera. Dejamos esos sentimientos para los libros y las películas.
Demasiado bonito para ser verdad; demasiado rápido para que fuera cierto.
Tan altas expectativas, para luego ni darte cuenta de que ese momento fugaz que has vivido era real.
<<Sin amor estaríamos como niños perdidos en la inmensidad del cosmos>>,
José Ortega y Gasset.
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