Año tras año
en la misma situación. Ilusionado y encaprichado con tal o cual juguete. Un
juguete que sabes que vas a usarlo esa semana y para de contar. Pero aún así lo
quieres. Lo has visto en la tele y se te ha metido por los ojos.
Entonces
llega la charla de papá y mamá para intentar convencerte de que no te pidas ese
juguete: “Cariño, es muy caro y los Reyes tienen muchos niños a los que
comprarles regalos; además, ya tienes algo parecido en casa”. A lo que tú
respondes, impaciente: “Los Reyes Magos son ricos y pueden traerme cualquier
cosa que yo les pida”.
Este es el
primer paso. Tú te enfurruñas porque crees que papá y mamá escribirán a
escondidas otra carta en la que convencerán a los Reyes para que no te traigan
tu dichoso juguete. Pero, claro, tú sigues tan empeñado que hasta a tus pobres
padres les das pena y se tragan que te gusta de verdad. Entonces llega el día y
ves bajo el árbol tu querido juguete y la sonrisa tonta de tus padres cuando
abres el regalo con ojos chispeantes.
Y pasan los
años. Sabes que cierta magia se ha perdido, que has dejado atrás una parte
importante de tu vida que sabes que no vas a recuperar. Pero intentas seguir
adelante. Lo haces por los más pequeños de la familia: tus hermanos, tus
primos, etc. Aparentas la emoción justa y necesaria y te sorprendes en los
momentos adecuados.
Empiezas a
dejar de pedirte cosas que te parecen absurdas y piensas en lo que dirían papá
y mamá. Es más, hay ocasiones en las que ni siquiera te apetece pedirte nada.
¿Para qué? Si nuestros padres nos lo dan todo cada día. Nos compran lo que
necesitamos y nos dan dinero para lo que no necesitamos y que se nos antoja.
Estos días
no son tiempo de pedir, sino de dar las gracias. Recuerdo que la primera vez
que les deleité a mis padres con un “gracias” sincero, fue el primer año
después de que me enterara que los Reyes eran tan sólo una bonita ilusión. A
pesar de que ese año sabía que ellos eran los que compraban los regalos, me
emocioné cuando desenvolví algo que estaba segura de que no iba a tener entre
mis manos. Les susurré un “gracias” disimuladamente para que mi hermana pequeña
no se diera cuenta de nada y les abracé.
Agradecer
nunca está de más y qué mejor que hacerlo con aquellas personas que darían la
vida por nosotros, que nos cuidan y se preocupan cada día aunque a veces nos
resulten insoportables.
<<Mis padres me enseñaron la importancia de las personas sobre los
objetos materiales>>, Randy Pausch.