Yo, que
caminaba tranquila por la acera aquella noche, que me fiaba hasta de tu sombra.
Tú, que me
seguías y me perseguías como un depredador, que no confiabas en nadie más que
en ti mismo.
–¡Arriba
las manos, esto es un atraco! –gritaste apuntándome con un arma que no estaba
cargada.
Al principio
no lo entendí, incluso sonreí; pero, con el tiempo, comprendí que lo que
hiciste fue un robo de mi corazón a mano armada.
Me dejaste
sin opciones.
Disparaste
con sólo mirarme.
Me mataste
nada más tocarme.
Huiste del
mundo y me llevaste contigo, atada de pies y manos.
Pensé que
éramos eternos. Pero no existe un “nosotros” eterno, ni siquiera
metafóricamente hablando.
Aun a riesgo
de perderme, me enfrenté a mis miedos diciéndote adiós para siempre. Fue ahí cuando
recordé quererme, recordé que mis sueños e ilusiones iban mucho más allá de
tenerte.
Solté las
cadenas que me ataban a tu risa, escondí las cuerdas que me ligaban a tus dedos
y dibujé una vía de escape alternativa, una salida de emergencia para alejarme
de esos túneles negros de tus ojos.
<<No hay ningún sueño eterno: a cada sueño le sustituye uno nuevo y no se
debe intentar retener ninguno>>, Hermann Hesse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario