Adicción.
Enganchada a sus besos, amoldada a su cuello.
Perdición.
Engañada por sus lágrimas, hechizada por sus ojos.
Lamento
ahogado dentro de su cuerpo. Corriente de llanto asomando al comienzo de sus
pestañas.
Adrenalina.
Corriendo en dirección opuesta a sus palabras traicioneras. Chocando contra las
paredes que se ciernen a su alrededor. Resbalando en cada charco donde su
reflejo aparece diluido. Porque esa ya no era ella.
Parecía tan
frágil que acabó creyéndolo. Aunque no lo fuera. Aunque no quisiera. Débil,
cansada, frustrada y abrumada. A veces se preguntaba si era posible sentir todo
eso al mismo tiempo, al unísono, como si entonaran una melodía para nada
agradable. Riendo como
si le fuera la vida en ello, con mil ganas de llorar por dentro. Era como si
nada le afectara. Como si nada importara y todo cambiara.
Y aún así le entiendes. Mientras la gente demuestra menos de lo que siente, ella lo expresa con
esa mirada congelada. Más loca que la propia locura, pisando fuerte, dejando una huella borrada en el barro.
Rencor,
agonía, ira. Culpa. Siempre llega el sentimiento de culpa. Inevitable, como el
choque entre dos polos opuestos, como la atracción entre sus cuerpos.
Adicción,
perdición y culpa. Fases en el proceso de resquebrajamiento de un corazón
maltratado.
<<Para que nada nos separe, que nada nos una>>, Pablo Neruda.